domingo, 7 de noviembre de 2010

Memorias II: La Dama del Halcón.

Hacía años que Aridiel se había conformado a restringir su lucha al territorio de su propio cuerpo. Primero llegaron los años en la Corte, su capacidad de análisis y la frialdad con la que se enfrentaba a los asuntos de estado la hicieron valiosa para la diplomacia Thalassiana, la matriarca de los Lamarth’dan era impecable en sus palabras y acciones, tan estimada como consejera como temida había sido como guerrera. Y aunque su educación formó su espíritu y su mente para luchar en todas las vertientes, Aridiel echaba de menos el tacto de Sin’zaram en sus manos, el calor que inflamaba su corazón cuando alzaba la voz en la batalla, cuando los hijos de Belore respondían con el clamor del acero y la lealtad y el Sol Eterno brillaba en sus corazones.

Su camino había sido arduo, como mujer, como matriarca de su estirpe, su lucha se había llevado a cabo en demasiados campos y no fue la defensa de su patria ni los juramentos lo que consiguieron vencerla y postrarla, fue el precio de la sangre, la lucha por la vida que había lidiado entre las sábanas, trayendo a los descendientes a un mundo que les necesitaba. El nacimiento de Belerion, su hijo menor y el más débil de todos ellos, la apartó definitivamente de las guerras, se llevó su fortaleza como si el aliento que necesitaba para nacer le hubiese sido arrancado a ella de los pulmones, como si hubiese tenido que volcar su propia alma para animarle. Belerion creció a duras penas, con las constantes visitas de los sacerdotes y los médicos reales, con el cuidado especial de las nodrizas, como crecen los cachorros repudiados en las camadas, lastimero y vergonzante, a años luz de su primogénito, Sertherion, al que había legado con sus propias manos a Sin’zaram, el filo de sangre que solo podía blandir en defensa de Quel’thalas. Él era su orgullo, y en los últimos años había sido al único de entre sus hijos al que había llamado a sus cámaras para beberse los relatos de sus luchas y logros. Su voz y sus palabras le habían otorgado un soplo de vida en su postración, era la esperanza de su linaje y en sus ojos del color del rubí se condensaban los atributos de su sangre poderosa, la determinación, el orgullo y una pasión fría que se demostraba en la entrega absoluta a sus deberes y responsabilidades.

Sertherion se encontraba con ella esa noche. La madrugada inundaba la casa con un silencio casi tangible, pesado. Aridiel le había hecho llamar, sacándole de su sueño, y el elfo había acudido, solícito y dispuesto a consolar los ánimos de la matriarca. Le llenaba de melancolía su imagen postrada, besada por el resplandor difuso de las velas y los quinqués de maná que dibujaban su rostro apagado en azules y dorados. Aridiel no había perdido belleza, e incluso en su debilidad lucía el aire de orgullo añejo de las esculturas de la antigüedad, la expresión grave de su rostro parecía cincelada en alabastro y sus largos cabellos se derramaban sobre su pecho en una cascada ordenada de hilos de seda blanca. Se había sentado ante la ventana, cubierta por la sábana de raso, vestida con el camisón blanco, sus pies descalzos asomaban bajo la tela, rozando la alfombra con las puntas de sus dedos.

- Prométeme que cuidarás de los halcones.

No apartó la mirada de los cristales, del ramaje de los sauces dorados que se mecía besado por la brisa nocturna. Su voz sonó suave, casi quebradiza, pero imperativa como siempre había sido.

-Sabéis que lo haré, madre.

- Prométemelo.
- Os lo prometo. Belore sabe que lo haré.

Aridiel asintió imperceptiblemente. Tenía la mirada acuosa y Sertherion captó un leve temblor en sus labios. Jamás daba muestras de debilidad en su presencia, ni en presencia de nadie, aunque apenas pudiera andar sin ayuda, se negaba a que la auxiliaran y prohibía terminantemente el acceso a su cámara, a pesar de su estado, salvo que no fuera requerido por ella. Sertherion la miró en silencio, estaba de pie a unos pasos de ella.

- He tenido sueños terribles.

- Solo son sueños, madre. No deberíais darles más importancia.

- No, Sertherion. Me están robando la vida… - Murmuró, volviendo la vista hacia su primogénito con una expresión que jamás había visto en aquellos ojos. El miedo brillaba en las pupilas de su madre. – Tu eres fuerte… Sertherion, eres toda mi esperanza. Rezo por ti a Belore, él me escucha, sus bendiciones están contigo… pero ya no están conmigo.

Sertherion se acercó y se arrodilló ante el sillón, agarrando las manos de Aridiel. Se le antojaron frágiles y frías, era difícil creer que alguna vez hubieran sostenido la espada de la familia, que la hubieran blandido contra aquellos que pretendían conquistar sus tierras. La miró desde su posición, estrechando aquellas manos entre las suyas, grandes y fuertes.

- Siempre habéis actuado bajo su bendición, madre. Nada habéis hecho que pueda ofenderle. No habléis así, como si hubieseis caído en la ignominia.

- Ampárate en él… hijo mío. Protege con celo a tu sangre, la sangre es muy importante. He entregado mi vida para perpetuarla… protégela, por favor… no permitas que nada la toque, no permitas que se pierda y mantén tu corazón limpio, siempre cerca de Belore… mantenlos a todos cerca de Él.

Besó sus manos con un extraño nudo en el estómago. Aridiel jamás le había hablado así, y aunque sus ojos no dejaran escapar las lágrimas, Sertherion sabía que era lo más parecido a un llanto que jamás escucharía de los labios de su madre.

- Os prometo que cuidaré de la sangre y el legado, madre. No sufráis por eso... Ya no debéis sufrir más. Belore está con vos y deberíais descansar, no llenéis vuestro espíritu con pensamientos funestos, los sueños nunca marcaron el destino de los hombres.

- Quiera Belore que eso sea cierto… hijo mio. Quiera Belore…

Aridiel se incorporó, y se tensó cuando Sertherion intentó ayudarla a levantarse, mirándole con la barbilla levantada y haciéndole un gesto para que se apartara. Se levantó con esfuerzo, y se agarró del brazo de su hijo, deslizando los pies en los zapatos de piel de cabritillo que reposaban sobre la alfombra. Se sentía menguar a su lado, un junco seco y quebradizo al lado de un roble de ramas anchas y tronco robusto, se sentía pequeña y orgullosa de haberle traído al mundo, aunque la angustia le atenazase las entrañas con un miedo irracional y un deseo de protección que era incapaz de materializar.

- Acompáñame a la jaula. Quiero ver a los halcones.


El revuelo de las aves sorprendió al amanecer con la estridencia de sus graznidos. Los rayos del sol comenzaban a espantar las sombras argentas del jardín cuando la puerta de la jaula forjada se abrió y Sertherion salió portando a la matriarca en sus brazos. Sus ojos se enfrentaron al nuevo amanecer con entereza, mientras estrechaba el cuerpo sin vida entre sus brazos. Solo reposaba en ellos, como una doncella, una muñeca de porcelana fina y frágil que mantenía los ojos cerrados. Cruzó el jardín en silencio, con los pies descalzos de su madre balanceándose como los de una niña que es devuelta al lecho tras quedarse dormida en brazos de un padre. Su corazón estaba preparado… había velado por ella durante años, viéndola apagarse como las flores arrancadas de la tierra, y esa noche había exhalado su último suspiro en sus brazos, cantando las antiguas canciones de su gente, las que trajeron de más allá del océano, que hablaban de bendiciones y esperanzas, de la fortaleza de la sangre.

- Avisad en la corte. Aridiel Lamarth’dan, la Dama del Halcón, ha sido reclamada por Belore.

La criada se llevó las manos a la boca al verle llegar, se le inundaron los ojos de lágrimas y asintió, inclinándose con torpeza y echándose a correr por la galería que daba acceso a la casa.

Quel’thalas lloró la pérdida de la Dama, y su sangre guardó el luto y el llanto con la dignidad de los Lamarth’dan. Aridiel había luchado hasta el último aliento en un sinfín de batallas y a pesar de haber caído ante la enfermedad fue despedida por su pueblo como la guerrera que siempre había sido.

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