viernes, 10 de diciembre de 2010

Memorias: 4.- Tor'watha

"El bosque es así, se calla cuando hay intrusos". Beleth recordaba las palabras de su madre. Si alguien era experta en bosques, esa era ella; y lamentablemente había comprobado cuánta razón tenía. Ojalá las personas fueran como los bosques, y bastara con plantar unas cien tiendas élficas y disponer hombres armados en un campamento para hacerles callar.

No se escuchaba trinar a los pájaros, no se oía el murmullo de los linces husmeando entre los arbustos. Les rodeaba una amplia extensión de flores de fuego y parterres silvestres, vegetación que crecía de manera desordenada entre las raíces de los altos olmos y los frondosos mallorn, los árboles de hojas eternamente doradas propios de su tierra. El viento suave agitaba las ramas y le revolvía el cabello, atado en la nuca. A su alrededor, los soldados aguardaban como estatuas alrededor de las tiendas, serenos y firmes.

El silencio era el presagio de la guerra. Se dio la vuelta y contempló las construcciones de piedra de los Amani, frente al campamento. Aquellos muros altos con relieves de serpientes y entrelazos extraños que tanto inquietaban a quien no estuviera acostumbrado a verlos. Sus hogueras ardían en la ladera, Beleth casi podía escucharles golpeando los tambores y afilando las hachas de piedra, a pesar de que aún les separaba una larga distancia del enemigo.

Otro sonido, mucho más claro y para nada imaginado, interrumpió sus pensamientos e hizo alzar el vuelo a un puñado de aves que se posaban en las ramas de un tilo.

- ¡De ninguna manera!

El rugido de un león, desde el interior de la tienda central.

Beleth suspiró y se acercó con calma, apartando los cortinajes y entrando a la comandancia, donde Lord Lamarth'dan y Lord vel Noerth permanecían, tensos, frente a frente ante el mapa desplegado. La voz de Sahenion era suave, grave y contenida, con ese tono digno y señorial propio de él, mientras respondía al grito de Gareth.

- Será un gasto de energías y suministros que podemos ahorrarnos. Quizá podamos ganar sin pelear. Negar la oportunidad es una insensatez.


- ¿Ganar sin pelear? Son TROLS. Esa escoria amorfa y aberrante captura a nuestra gente y la quema viva para honrar a sus dioses paganos - respondió ardientemente Gareth, alzando la barbilla. Todas sus palabras eran imperativas, teñidas de desprecio - ¿Qué clase de diplomacia piensas practicar con los TROLS, Lamarth'dan? No tenemos nada que darles a cambio de una retirada. Es más, ELLOS son quienes tienen que darnos a nosotros.
- No se trata de eso. Presta atención. No es cuestión de llegar a acuerdos, sólo de asustarles lo suficiente como para que se retiren pacíficamente.
- Incluso si funcionara, se retirarán para reunirse con la escoria de Zeb'sora, en los bosques del sur. Desde allí, se rearmarán para volver a atacar.


Beleth se dirigió frente al mapa, con las manos a la espalda, sin decir una palabra. Gareth vel Noerth era un torbellino pelirrojo, enorme y de gesto adusto, que cada vez que hablaba parecía estar emitiendo un juicio sobre la vida y la muerte. Un elfo tan acostumbrado a la batalla y a comandar soldados que todas sus frases tenían el tono de órdenes directas, y uno sentía el impulso inicial de responder a ellas "sí, señor". Sahenion Lamarth'dan, más espigado y de porte regio, era el paradigma de la frialdad y la distancia. Su modo de expresarse solía estar caracterizado por el desapasionamiento, pero en las habituales discusiones, Gareth conseguía encenderle una chispa en la mirada a Sahenion.


- Aunque desciendan hasta Zeb'sora, bueno será. Al menos los sacaremos de Canción Eterna y tendremos tiempo de reagruparnos. El ejército reforzará las fronteras. Acorralarles en Zul'aman no deja de ser una ventaja, Gareth.
- Exterminarles es una ventaja. Hacerles recular sin batalla es darles más tiempo de vida a esas bestias, más ocasiones para planear el modo de volverse contra nosotros. ¡Deberíamos aplastarles sin más! - replicó Gareth, haciendo unos gestos en el mapa - Podemos colocar armas de asedio aquí y aquí, enviar los rompechizos contra sus aojadores...
- No tenemos armas de asedio - dijo Beleth por primera vez.
- ... y cuando estén desarticulados esos malditos brujos, caer sobre ellos desde los flancos...
- No tenemos armas de asedio.
- ...y acabar con ¿Estás seguro, Hojazul?


Beleth asintió con la cabeza. Claro que estaba seguro, había hecho tres inventarios de armamento y soldados.


- ¡Pero pedimos catapultas!
- Las pedimos hace una semana, Lord vel Noerth. No deberíamos contar con tenerlas ni en esta batalla ni en las dos o tres siguientes. Las cosas de palacio, van despacio.


Sahenion asintió, volviéndose hacia Gareth.


- Creo que podemos convencerles de que retrocedan. Es cierto que no contamos con muchos hombres armados, pero...
- Es un error dejarles con vida. ¡Es un error!
- No estamos en disposición de vencer, vel Noerth. Ellos conocen el terreno demasiado bien y no hemos podido contar con más apoyos. Sólo tenemos a nuestros hombres de confianza.


Ambos elfos suspiraron y se apoyaron en la mesa, mirando el mapa. Los ojos rojos de Sahenion se fijaron en la figura tranquila y apacible de Beleth Hojazul, que hasta con la armadura puesta parecía un elfo muy sosegado. Miraba el mapa en silencio, con la expresión de quien espera encontrar en él las respuestas al sentido de la vida.


- ¿Qué opinas tú?


El elfo se rascó la barbilla bien afeitada y habló en tono calmo al cabo de unos segundos.


- Creo que podemos obtener una victoria limpia si combinamos ambas cosas. Diplomacia y batalla.
- Bien, pero ¿Qué pondrías primero, la diplomacia o la batalla? - interrumpió vel Noerth - Estarás de acuerdo en que es absurdo dejarles con vida.


Beleth sonrió a medias, alzando la mirada.


- Creo que podemos aprovechar las peculiares creencias paganas de los trols para, digamos, convencerles de que sus dioses les dan la espalda en esta guerra. Si sus dioses se enfurecen y arrojan fuego sobre su aldea, serán más que receptivos a las peticiones de Lord Lamarth'dan, quien magnánimo, podrá ofrecerles una retirada para evitarles la maldición de sus ancestros.


Gareth frunció el ceño, plantando la mano sobre el mapa.


- ¿Dioses trol arrojando fuego? ¿Y de dónde los vamos a sacar?


Beleth señaló en el mapa las montañas colindantes al campamento de Tor'watha, arrugando el entrecejo con suavidad.


- Contamos con una veintena de magos de batalla. Podemos distribuirlos aquí, entre las montañas, y que conjuren a la vez su magia de fuego desde aquí, algo más atrás de la estatua de su ídolo. Preferiblemente durante la noche, que es cuando realizan sus rituales guerreros. Incluso si no se decidieran a retirarse, sembrar la duda en sus corazones minará la moral de los Amani.


- Al amanecer tendremos las tropas preparadas - añadió Gareth - para acorralarles aquí, dejándoles una vía de escape hacia el Sur.
- Antes de atacar, intentaré convencerles para que abandonen su empresa maldita. Los que no acepten tal cosa...
- Serán arrasados por el glorioso ejército de Quel'thalas, en nombre de la división Sin'belore.
- Cuando entremos en combate, es mejor que salgan de la aldea - añadió Beleth.


Gareth asintió con firmeza.


- Dejaremos a los magos en las colinas. Con escolta. Hacer arder su hogar les sacará a campo abierto.


Beleth sonrió, satisfecho.


- Una gran idea, General.
- Igualmente, Capitán.
- Creo que es una estrategia excelente, señores - asintió Sahenion - Y ahora, si os parece bien, podemos cenar y ultimar los detalles mientras tanto.


Beleth asintió, tomando asiento en un pequeño taburete y sacándose los guantes.


- Es de muy mala educación hablar de acciones bélicas en una cena de alcurnia, Lord Lamarth'dan - dijo seriamente, con un brillo burlón en la mirada - esto os pasará factura de cara a la excelsa sociedad de nuestro reino.


Sahenion sonrió a medias, llenando las copas con vino aguado y especiado. Antes de la batalla, nunca se servía alcohol sin rebajar, y apenas consumía un poco para acompañar las comidas.


- No sé como soportáis esas cosas - repuso Gareth, tomando la copa que le ofrecía Sahenion y sentándose en un banco contiguo, que crujió bajo su peso - Antes pisaría una taberna maloliente atestada de soldados que poner un pie en esas reuniones a las que acudís. ¿Realmente es necesario todo eso?


Sahenion meneó la cabeza, arqueando la ceja.


- No lo es... y como todo lo que no es necesario, es tan cargante que, cuando uno encuentra algo que valga la pena en esos ambientes, es como descubrir un tesoro debajo del barro.


Lamarth'dan y Hojazul compartieron una media sonrisa. El caballero más mayor inclinó su copa ante ambos elfos.


- Conocí a lord Lamarth'dan en uno de esos odiosos eventos. A vos, lord vel Noerth, en este campamento. Han sido experiencias muy agradables, pese a hallarme en ambos casos en un entorno hostil y dispuesto a enfrentarme a criaturas estúpidas que se maquillan demasiado.



La risa suave de Lord Lamarth'dan, contenida, se mezcló con la franca carcajada de Gareth. Las tres copas de cristal entrechocaron, y los tres caballeros se dispusieron a compartir una cena frugal y a rematar los detalles sobre el combate que tendría lugar al día siguiente.


El bosque seguía en silencio, y las hogueras de los Amani ardían en la lejanía, sin saber que en cuestión de horas, sus dioses les darían la espalda y las fuerzas unidas de los Elfos Nobles de Quel'thalas, bajo el estandarte de Sin'belore, les propiciarían una humillante derrota.




- - - - - - - - - - - - - - - - -


Autor: Skadi







Licencia de Creative Commons
Sin'belore is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Retrato: Coalición


Gareth vel Noerth (izquierda), Beleth Hojazul (derecha) y Sahenion Lamarth'dan portando los tabardos de Sin'Belore
(Clicad para ver en grande, por favor :D)

Memorias: 3.- Una historia de Hojazul

La casa de la verja siempre era ruidosa. Cuando no se escuchaban los ladridos y los juegos de los perros, eran las risas de los jóvenes las que resonaban por los pasillos, el ajetreo del servicio o las canciones de las mujeres. Sólo al caer la noche, cuando los astros titilaban en el cielo limpio de Quel'thalas y el murmullo del mar se hacía más intenso, el silencio entraba por la puerta y las ventanas, de puntillas, y prendía sus colgaduras entre los muros.

Lentamente, como por un acuerdo tácito y con la fuerza de la costumbre, terminada la cena y los quehaceres, todos los habitantes de aquella casa blanca con jardín, se dirigían hacia el salón. Los fanales iluminaban la estancia: las alfombras, algunas de ellas raídas y viejas, otras nuevas y relucientes, los contornos del mobiliario y las hojas de las plantas que crecían en los rincones. Sobre los cojines, uno a uno, los miembros de la familia Hojazul iban sentándose en círculo.

Aquella noche, como todas, Galior y Evon aguardaban pacientemente, con su hermano menor dormitando en un cojín como un cachorro más. Los perros entraban por las puertas y se tumbaban en el suelo, tranquilos y vigilantes. Los animales guardaban también silencio, se disponían aquí y allá, como en un círculo amplio y protector que rodeaba a sus señores y compañeros, y hundían el hocico entre las patas, dejándose rascar y acariciar.

Los gemelos sonrieron al ver llegar a la abuela. Era una elfa alta y de cabellera negra, con el rostro salpicado de pecas y el gesto siempre juvenil. Sus ojos eran estrellas chispeantes, rebosantes de vitalidad, y la toga sencilla que le cubría era más funcional que elegante. La acompañaba, como siempre, Tiniebla, aquella bestia negra, un perro lobo mucho más grande que los demás.

Hadelle se dejó caer junto a sus nietos, con un gesto grácil y desabrido, y el animal apoyó su enorme cabeza en su regazo. Intercambiaron sonrisas calladas y gestos afectuosos. Ella despeinó a los gemelos con sus dedos. Ellos sonrieron y le dieron un beso en la mejilla cada uno. Ninguna palabra cruzaron, pero tampoco era necesario siempre hablar para expresarse.

Cuando Neldarion entró, por último, con su bastón y su semblante plácido, Galior se incorporó corriendo para acercarle la mecedora y ayudarle a sentarse. Tomó el cayado y se lo dejó en el respaldo, y una vez más, gestos silentes. El anciano elfo palmeó la mano de su nieto, el chico le besó la mejilla, Evon sonrió, Hadelle miró a su esposo con ojos cálidos de amante.

Los fanales brillaban, las estrellas empujaban los cristales de las ventanas para colar su resplandor, y en aquel momento íntimo y familiar, ninguna voz rompía sus manifestaciones sinceras. Sólo el susurro de las alfombras y los cojines cuando alguno de los cinco se movía, sólo el crujido de la mecedora de Neldarion cuando se balanceaba. Los chicos podían ver su rostro entre luces y sombras, las facciones cinceladas, la nariz esculpida.  Cuando empezó a hablar, su voz grave y calmada parecía el arrullo de las hojas en el bosque, el sonido del mar tranquilo besando la arena.

- Hoy mi hijo Beleth, vuestro padre, ha marchado a la guerra. - comenzó - Le llama el deber, y le llama la sangre. Sabéis que los Hojazul siempre hemos sido una casta de combatientes. Por eso, hoy escucharemos la historia de Liunadel Hojazul, uno de nuestros antepasados. Una historia de Hojazul.

Hadelle sonrió y los muchachos se removieron en los cojines. Miraban, atentos, al elfo que se balanceaba en la mecedora, con los dedos sobre el pelaje de los perros. El pequeño se frotó los ojos y se acomodó con sus hermanos, con expresión fascinada. Cada noche, bebían las historias que su padre o sus abuelos les contaban, pero las historias de Hojazul eran sus favoritas. Neldarion comenzó su relato.

- Hace muchos, muchos años, nuestro ancestro Liunadel Hojazul vivía la vida de la espada. Servía a su señor con honor y lealtad, y observaba con perfección el camino del guerrero. Sucedió que regresaba de la batalla en una noche oscura, agotado y deseoso de encontrarse de nuevo con su esposa y sus hijos.

Los muchachos idénticos tenían la mirada fija en él, la elfa de negros cabellos escuchaba con la suave sonrisa de quien ya conoce el cuento pero lo disfruta con complacencia.

- Al llegar finalmente a su hogar, siendo la noche muy cerrada, decidió no molestar a la familia y entró por la puerta de atrás, en silencio y sin hacer ruido. Deseaba ver a sus pequeños dormir y abrazar a su dama, no quería importunar su sueño de ninguna manera. En la oscuridad, acarició los cabellos de sus hijos, y se dirigió a su alcoba, habiéndose sacado las botas, aún con la espada al cinto.

Neldarion hizo una pausa, contemplando los cuatro pares de ojos.

- Pero al apartar la cortina, ay de él cuando vio que en su lecho yacían dos figuras. En la sombra, los dos cuerpos se recortaban bajo las sábanas con cierta claridad, pero incrédulo, con la ira mordiéndole las entrañas, se acercó a comprobar si no era aquello una mala pasada que su vista cansada le estaba jugando. Inequívocamente, sobre la almohada, además de la rubia cabellera de su esposa, una melena negra y espesa se extendía.

Los muchachos fruncieron el ceño e intercambiaron una mirada. El pequeño, sin embargo, se abrazaba las rodillas con los ojos muy abiertos, atento y bebiéndose las palabras. Neldarion se balanceó en su mecedora y prosiguió.

- Destrozado por la rabia, levantó la espada, mientras terribles pensamientos se agolpaban en su mente. ¿Su dama le estaba traicionando? ¿La soledad de la guerra le había llevado a buscar amante? ¿Cuántas noches había deshonrado su unión de amor sincero en los brazos de otra persona? Estaba dispuesto en aquel momento a terminar con todo, pero, cuando sus manos iban a llevar el acero a su destino, a hundirlo en la carne de su amada y del amante, se detuvo. Salió de la alcoba y volvió al exterior por la puerta de atrás, y rodeando la casa, hizo sonar el cuerno en la puerta delantera para anunciar su llegada.

Hadelle ensanchó la sonrisa, con una mirada divertida.

- Las luces se encendieron, y los pasos apresurados resonaron en los pasillos, mientras Liunadel, presa de terrible zozobra, aguardaba el recibimiento. Fue su esposa quien abrió la puerta, arrojándose a sus brazos. "Liunadel, Liunadel", dijo ella, arrebatada. "Al fin estás en casa. No sabes cuánto miedo hemos pasado". Liunadel, sorprendido, alzó el rostro de su dama entre las manos y la miró con el ceño fruncido, esperando una explicación. La muchacha sonreía, con gesto de alivio. "Los trol han estado acercándose demasiado a las lindes de esta tierra. Tu hermana Selania vino a advertirnos, y desde su llegada, hemos estado durmiendo juntas para combatir el miedo".

>> Sintiendo como el corazón se le caía a los pies, Liunadel miró sobre el hombro de su esposa, y vio a su propia hermana, Selania, de negra cabellera, que corría hacia él en camisón para abrazarle también y darle la bienvenida. Profundamente aliviado, las abrazó a las dos, y bendijo el momento en el que detuvo su mano antes de cometer el más terrible error de su vida. Pues había estado a punto de dar muerte a dos de sus seres más queridos.

>>Tras ésto, Liunadel siempre fue cauto a la hora de empuñar su arma con ira y rabia, y legó a sus descendientes esta historia y su enseñanza: Porque aquellos que llevan un arma y quieren mantenerla limpia, deben limpiarla primero de toda emoción y precipitación. Cuando brame la ira, contened vuestras manos y vuestras armas. Y cuando alcéis las armas y las manos, contened vuestra ira. Ésta es una historia de Hojazul, y como tal debe ser recordada.

Los chicos sonrieron. Hadelle rascó las orejas de Tiniebla, y el hijo menor se levantó para ir a trepar a las rodillas de su abuelo, que lo tomó entre los brazos para subirle en sus piernas.

- No lo olvidéis, jóvenes - dijo la abuela, besando la frente de Evon. - Y ahora, ¿qué tal una canción?
- Sí, abuela, canta la de "Elune sobre el lago".

El salón en penumbra estaba teñido de violeta, el suave resplandor de los fanales dibujaba las facciones de los elfos reunidos. Y la voz melodiosa de Hadelle se elevó con un tintineo cristalino sobre los techos, se escurrió por los pasillos, veloz como un soplo de viento. El hijo pequeño, de nombre Bheril, estaba sentado en las rodillas de su abuelo. Era demasiado niño para comprender del todo la historia de Liunadel, pero sus ojos curiosos y sorprendidos estaban fijos en la pared, fascinados. El escudo de armas colgaba sobre la chimenea apagada: La hoja de azur sobre el fondo plata.

Neldarion le apartó el cabello de la frente y sonrió a medias. Con una familia como esa, no podía menos que sentirse profundamente conmovido y afortunado, pero sobre todo, orgulloso. De cada uno de ellos, de cada una de ellas, desde el primero hasta el último.


- - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - 

Autor: Skadi







Licencia de Creative Commons
Sin'belore is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.

jueves, 11 de noviembre de 2010

domingo, 7 de noviembre de 2010

Memorias: I - Heredero y futuro señor.

El viejo soldado observaba como el viento agitaba las hojas de aquel que llamaban su “árbol familiar” en la entrada de su hacienda. Sentado en una sencilla silla de madera, con la espada descansando en sus piernas, sonreía a su hijo cuando este le mostraba que había logrado escalar otra rama.

-¡Mire padre! ¡Una más! –decía desde lo alto el muchacho de apenas diez años para encontrar reconocimiento del gran elfo que le sonreía desde la puerta.

Halder vel Noerth era un leal servidor del Reino, a sus ciento ochenta y dos años había luchado en toda tierra y contra todo enemigo que le había señalado su Rey. Empleaba aquellos días de permisos y descanso en ver crecer al joven Gareth, heredero y futuro señor de su antiguo linaje. Ahora, cuando le observaba trepar por aquellas ramas, repasaba mentalmente los nombres de todos los ancestros que era capaz de conmemorar: su veterano padre y oficial Mannerig vel Noerth, Nolregan, su abuelo, Larrelth el padre de este, así como a Taland, Ghedale, y Lamm vel Noerth, todos ellos cabezas de familia. Las hazañas, medallas y logros danzaban en su mente con más o menos color y tanta nitidez como sus recuerdos le concedían. Con la camisa de cuero ensanchada por el orgullo asignaba a cada rama del roble un eslabón de aquella cadena de sangre que desde tiempos inmemoriales habían servido en el ejército de su Patria como un vital torrente de Lealtad.

-¡La siguiente es la de tu bisabuelo Nolregan! –le gritó con una voz tan grave como ilusionada- ¡Tendrás que ser muy fuerte si quieres llegar a su altura!.


Parecía que no habían pasado tantos años desde que el caballero desmontara del corcel de batalla, dejándolo al cuidado del mozo de las caballerías con un solo gesto de atención. A pocos metros de donde ahora se encontraban, se desprendió de sus guantes rojos mientras embestía la puerta de la casa para entrar de forma apresurada. Los lloros se precipitaban escalera abajo desde el piso superior.

-¡Shadel! Ayúdame con esto. ¡Deprisa! –rugió a un asustado joven que llegó corriendo de las cocinas para desabrochar las cinchas de la coraza que impedían al Señor maniobrar con la celeridad que clamaba a Belore. Apremiado por la fuerte respiración, que bajo el yelmo parecía amenazarle, el chico empezó a desatar el cuero tan rápido como el temblor de sus manos le permitía. Una vez aflojadas a medias las correas, el caballero se precipitó escaleras arriba haciendo temblar todo a su paso. “Ya ha nacido”.

El salón era cálido y bien guardado, las pieles calentaban los gruesos muros de piedra y el suelo estaba cubierto por una sencilla y gruesa alfombra. Los lloros de la criatura rompían la austera y oscura habitación y hacían crepitar al fuego de la chimenea. En la cama, rodeada de tres jóvenes elfas y de Ryl, la vieja comadrona, la Señora Gwyneth vel Noerth pareció ser la única en no asustarse cuando el elfo pertrechado con la roja armadura de combate irrumpió como un trueno golpeando la puerta con violencia. El bello rostro de la muchacha serenó el ímpetu del guerrero que, al comprobar el buen estado de la madre, dio gracias a los dioses mientras se quitaba el alado yelmo carmesí. Bañado por sudor aparto los mechones su largo cabello pelirrojo mezclado con la sangre de una fea herida que traía en la cabeza. Sonrió con alivio y se acercó a su esposa, abriéndose paso entre las muchachas, que se apartaban con la vista alojada en el suelo. Se arrodilló junto al lecho y enlazó sus manos con las de ella.

-Todo ha ido bien, señor, el niño está en perfect… -comenzó a decir Ryl hasta que el guerrero le dio la espalda para besar a Gwyneth en la frente, haciéndola sentir inexistente.

-Halder - susurró la esposa- has venido.

-Qué marido sería si no estuviera presente en el nacimiento de mi hijo… y qué padre. Los muchachos aguantarán la sacudida hasta que regrese al frente – contestó con una grave voz amable mientras pasaba los dedos por sus rubios cabellos perfumados.

Eran tiempos de guerras Trol, los soldados defendían cada palmo ganado y el oficial Halder vel Noerth estaba destacado en el frente del Este. Tras cabalgar durante la totalidad de la tarde había llegado a Bruma Dorada a tiempo para el nacimiento de su esperado primer hijo.


Mientras el sol acariciaba sus cabellos rojizos sintió la cálida mano de Gwyneth, su esposa, posarse sobre su hombro. La rozó con suavidad mientras le contaba con satisfacción cómo el joven había trepado sin miedo una rama más que la semana anterior. Y como ahora se había parado a calibrar el peligro de subir a la siguiente.

-Fíjate, no mira hacia abajo, no teme caer, pero observa con respeto la siguiente altura. Hoy no subirá, pero la semana que viene estará sobre ella.

El joven Gareth volvió la vista hacia su padre, casi temeroso por no atreverse a alcanzar la siguiente rama, pero al ver a su padre feliz junto a su madre pronto sonrió y comenzó a bajar lo trepado para correr a los brazos de Gwyneth.

Entrando los tres en la casa se reunieron con los demás hijos que en las señaladas fechas volvían a la hacienda. En torno a la mesa, junto al fuego, agradecían los alimentos porque estos les harían más fuertes y charlaban animosamente sobre cualquier tema que por unas horas sacaran la política fuera de los muros de la familia reunida. Halder les observaba a todos con el amor de un padre satisfecho y repartía las hogazas de pan caliente entre todos ellos.


-¿Qué tal está Gareth? –Dijo en aquel entonces a su mujer cuando buscaba con la mirada al niño recién nacido que escuchaba llorar.

-Halder, esposo mío –le contestó Gwyneth –están limpiándole.

Algo en el tono su tono de voz le hizo fruncir levemente el ceño, y se levanto para ir a ver al bebé. Se acercó a la elfa que lo estaba secando y apartó los lienzos de su pequeña cabecita. De su pequeña y rubia cabecita.

Paralizado, el soldado observó los finos y escasos cabellos color del trigo y dio media vuelta para volver con su esposa. Se arrodilló de nuevo y volvió a besarle la frente.

-No es Gareth –dijo calmando el fuego que le empezaba a devorar el corazón.

-No, no lo es. Le llamaremos Killian –respondió su mujer ofreciendo su mas sincera sonrisa mientras cogía la mano de Halder.

-Sí, es un buen nombre –sonrió acariciando el rostro cansado de la bella elfa.


Killian cogió su hogaza y aguardó al asado mientras observaba a su pelirrojo hermano pequeño comer y narrar su hazaña en el viejo roble. Le escuchaba relatar ante su padre como había afianzado sus pies sobre las ramas y veía como el orgullo de Halder brillaba en aquellos ojos iluminados. Él nada sabía de su nacimiento, no guarda recuerdos de aquel día en el que su amado padre le descubrió la cabeza. Nada guarda en la memoria de cómo tras despedirse de su madre el elfo volvió a la batalla. Nada sabe de cómo aquel soldado se lanzó contra el enemigo con la furia contenida de no haber visto el rojo en sus cabellos. Ahora, a día de hoy, sólo sabe que cuando amanezca volverá al monasterio para orar por el bien de su hermano pequeño. Heredero y futuro señor de su antiguo linaje. Gareth vel Noerth.


- - -

Autor: Lohengrin.

Memorias II: La Dama del Halcón.

Hacía años que Aridiel se había conformado a restringir su lucha al territorio de su propio cuerpo. Primero llegaron los años en la Corte, su capacidad de análisis y la frialdad con la que se enfrentaba a los asuntos de estado la hicieron valiosa para la diplomacia Thalassiana, la matriarca de los Lamarth’dan era impecable en sus palabras y acciones, tan estimada como consejera como temida había sido como guerrera. Y aunque su educación formó su espíritu y su mente para luchar en todas las vertientes, Aridiel echaba de menos el tacto de Sin’zaram en sus manos, el calor que inflamaba su corazón cuando alzaba la voz en la batalla, cuando los hijos de Belore respondían con el clamor del acero y la lealtad y el Sol Eterno brillaba en sus corazones.

Su camino había sido arduo, como mujer, como matriarca de su estirpe, su lucha se había llevado a cabo en demasiados campos y no fue la defensa de su patria ni los juramentos lo que consiguieron vencerla y postrarla, fue el precio de la sangre, la lucha por la vida que había lidiado entre las sábanas, trayendo a los descendientes a un mundo que les necesitaba. El nacimiento de Belerion, su hijo menor y el más débil de todos ellos, la apartó definitivamente de las guerras, se llevó su fortaleza como si el aliento que necesitaba para nacer le hubiese sido arrancado a ella de los pulmones, como si hubiese tenido que volcar su propia alma para animarle. Belerion creció a duras penas, con las constantes visitas de los sacerdotes y los médicos reales, con el cuidado especial de las nodrizas, como crecen los cachorros repudiados en las camadas, lastimero y vergonzante, a años luz de su primogénito, Sertherion, al que había legado con sus propias manos a Sin’zaram, el filo de sangre que solo podía blandir en defensa de Quel’thalas. Él era su orgullo, y en los últimos años había sido al único de entre sus hijos al que había llamado a sus cámaras para beberse los relatos de sus luchas y logros. Su voz y sus palabras le habían otorgado un soplo de vida en su postración, era la esperanza de su linaje y en sus ojos del color del rubí se condensaban los atributos de su sangre poderosa, la determinación, el orgullo y una pasión fría que se demostraba en la entrega absoluta a sus deberes y responsabilidades.

Sertherion se encontraba con ella esa noche. La madrugada inundaba la casa con un silencio casi tangible, pesado. Aridiel le había hecho llamar, sacándole de su sueño, y el elfo había acudido, solícito y dispuesto a consolar los ánimos de la matriarca. Le llenaba de melancolía su imagen postrada, besada por el resplandor difuso de las velas y los quinqués de maná que dibujaban su rostro apagado en azules y dorados. Aridiel no había perdido belleza, e incluso en su debilidad lucía el aire de orgullo añejo de las esculturas de la antigüedad, la expresión grave de su rostro parecía cincelada en alabastro y sus largos cabellos se derramaban sobre su pecho en una cascada ordenada de hilos de seda blanca. Se había sentado ante la ventana, cubierta por la sábana de raso, vestida con el camisón blanco, sus pies descalzos asomaban bajo la tela, rozando la alfombra con las puntas de sus dedos.

- Prométeme que cuidarás de los halcones.

No apartó la mirada de los cristales, del ramaje de los sauces dorados que se mecía besado por la brisa nocturna. Su voz sonó suave, casi quebradiza, pero imperativa como siempre había sido.

-Sabéis que lo haré, madre.

- Prométemelo.
- Os lo prometo. Belore sabe que lo haré.

Aridiel asintió imperceptiblemente. Tenía la mirada acuosa y Sertherion captó un leve temblor en sus labios. Jamás daba muestras de debilidad en su presencia, ni en presencia de nadie, aunque apenas pudiera andar sin ayuda, se negaba a que la auxiliaran y prohibía terminantemente el acceso a su cámara, a pesar de su estado, salvo que no fuera requerido por ella. Sertherion la miró en silencio, estaba de pie a unos pasos de ella.

- He tenido sueños terribles.

- Solo son sueños, madre. No deberíais darles más importancia.

- No, Sertherion. Me están robando la vida… - Murmuró, volviendo la vista hacia su primogénito con una expresión que jamás había visto en aquellos ojos. El miedo brillaba en las pupilas de su madre. – Tu eres fuerte… Sertherion, eres toda mi esperanza. Rezo por ti a Belore, él me escucha, sus bendiciones están contigo… pero ya no están conmigo.

Sertherion se acercó y se arrodilló ante el sillón, agarrando las manos de Aridiel. Se le antojaron frágiles y frías, era difícil creer que alguna vez hubieran sostenido la espada de la familia, que la hubieran blandido contra aquellos que pretendían conquistar sus tierras. La miró desde su posición, estrechando aquellas manos entre las suyas, grandes y fuertes.

- Siempre habéis actuado bajo su bendición, madre. Nada habéis hecho que pueda ofenderle. No habléis así, como si hubieseis caído en la ignominia.

- Ampárate en él… hijo mío. Protege con celo a tu sangre, la sangre es muy importante. He entregado mi vida para perpetuarla… protégela, por favor… no permitas que nada la toque, no permitas que se pierda y mantén tu corazón limpio, siempre cerca de Belore… mantenlos a todos cerca de Él.

Besó sus manos con un extraño nudo en el estómago. Aridiel jamás le había hablado así, y aunque sus ojos no dejaran escapar las lágrimas, Sertherion sabía que era lo más parecido a un llanto que jamás escucharía de los labios de su madre.

- Os prometo que cuidaré de la sangre y el legado, madre. No sufráis por eso... Ya no debéis sufrir más. Belore está con vos y deberíais descansar, no llenéis vuestro espíritu con pensamientos funestos, los sueños nunca marcaron el destino de los hombres.

- Quiera Belore que eso sea cierto… hijo mio. Quiera Belore…

Aridiel se incorporó, y se tensó cuando Sertherion intentó ayudarla a levantarse, mirándole con la barbilla levantada y haciéndole un gesto para que se apartara. Se levantó con esfuerzo, y se agarró del brazo de su hijo, deslizando los pies en los zapatos de piel de cabritillo que reposaban sobre la alfombra. Se sentía menguar a su lado, un junco seco y quebradizo al lado de un roble de ramas anchas y tronco robusto, se sentía pequeña y orgullosa de haberle traído al mundo, aunque la angustia le atenazase las entrañas con un miedo irracional y un deseo de protección que era incapaz de materializar.

- Acompáñame a la jaula. Quiero ver a los halcones.


El revuelo de las aves sorprendió al amanecer con la estridencia de sus graznidos. Los rayos del sol comenzaban a espantar las sombras argentas del jardín cuando la puerta de la jaula forjada se abrió y Sertherion salió portando a la matriarca en sus brazos. Sus ojos se enfrentaron al nuevo amanecer con entereza, mientras estrechaba el cuerpo sin vida entre sus brazos. Solo reposaba en ellos, como una doncella, una muñeca de porcelana fina y frágil que mantenía los ojos cerrados. Cruzó el jardín en silencio, con los pies descalzos de su madre balanceándose como los de una niña que es devuelta al lecho tras quedarse dormida en brazos de un padre. Su corazón estaba preparado… había velado por ella durante años, viéndola apagarse como las flores arrancadas de la tierra, y esa noche había exhalado su último suspiro en sus brazos, cantando las antiguas canciones de su gente, las que trajeron de más allá del océano, que hablaban de bendiciones y esperanzas, de la fortaleza de la sangre.

- Avisad en la corte. Aridiel Lamarth’dan, la Dama del Halcón, ha sido reclamada por Belore.

La criada se llevó las manos a la boca al verle llegar, se le inundaron los ojos de lágrimas y asintió, inclinándose con torpeza y echándose a correr por la galería que daba acceso a la casa.

Quel’thalas lloró la pérdida de la Dama, y su sangre guardó el luto y el llanto con la dignidad de los Lamarth’dan. Aridiel había luchado hasta el último aliento en un sinfín de batallas y a pesar de haber caído ante la enfermedad fue despedida por su pueblo como la guerrera que siempre había sido.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Memorias: I - La primera batalla.

La casa había sido engalanada para recibir a la nueva vida. Era un hervidero de actividad, los jardineros se afanaban por que los parterres lucieran frescos e igualados, cortando las flores que habían ido secándose y las hierbas intrusas que crecían entre las rosas blancas y las magnolias. Dentro, en los largos corredores y las salas de alta techumbre corrían de aquí para allá los criados, limpiando las vidrieras y los altos ventanales, despertando el brillo de los mármoles y las maderas nobles de los muebles. Cada rincón de la casa de los Lamarth’dan era revisado y despojado de suciedad, por nimia que esta fuera y en todas las salas se quemaba el incienso y las resinas que las sacerdotisas habían traído del templo de Belore.

Era el día, y era un día para el jolgorio, al menos para la mayoría de la familia y el servicio que permanecía en la casa, alejados de las estancias del patriarca donde Idril se había encerrado junto a las tres sacerdotisas que habían llegado durante la noche. No era así para Sertherion, que aun iba enfundado en las grebas sucias de barro mientras volvía a hacer el mismo recorrido por el corredor al que desembocaban las enormes puertas de su habitación matrimonial. La noticia había llegado a la posición de su avanzada en las inmediaciones de Zul’aman, prendida en las patas de uno de sus propios halcones, las sacerdotisas llevaban días en su casa e Idril se había puesto de parto. Casi tuvieron que empujarle sobre el dracohalcón para que pusiera rumbo de vuelta a Lunargenta, hasta que el nuevo Lamarth’dan naciera y pudiera volver, Vel’noerth había asegurado las posiciones y se habría tomado como una falta de confianza que Sertherion pasara por alto tal evento por seguir supervisando a la división. Al fin y al cabo, y como solía ocurrir con los trols, los esfuerzos de la diplomacia habían fracasado y las armas habían vuelto a hablar en su lugar.

Ya habían pasado cinco horas desde que llegase, con el pulso acelerado y el estómago encogido. No había mudado su expresión de severa serenidad en ningún momento, pero el sonido de los pasos metálicos sobre el mármol delataba  la inquietud que se revolvía en su interior con más ímpetu a cada minuto que pasaba. Se detuvo en seco ante las puertas de su estancia cuando el sollozo dolorido se escuchó, amortiguado por las gruesas hojas de madera lacada. Nunca había escuchado llorar a Idril y ese sonido le hizo tensarse con una angustia repentina, apretó los dientes y estrelló el puño contra la puerta, llamando con una premura inusitada. Apenas pasaron unos segundos hasta que se produjo el chasquido de los cerrojos al otro lado. Una elfa embozada salió y cerró la puerta tras de si, quedando a escasos milímetros del enorme Lamarth’dan, cuya inquietud se traslucía a la mirada como una especie de ira rojiza.

- Dejadme entrar. – La sacerdotisa pareció encogerse sobre si misma, apretándose contra la puerta. Ni siquiera había abierto lo suficiente para que el noble pudiera atisbar lo que ocurría en el interior de la estancia. – Quiero ver a mi esposa.

- Mi señor, no es posible.- Tragó saliva, mirando la pechera del elfo que se alzaba ante ella, olía a sangre y sudor y tenía la cabellera blanca tiznada de rojo. Le daba miedo, pero se obligó a terminar la frase.- Los hombres no deben asistir a los partos. Trae mala suerte.

Por un momento pensó que iba a golpearla. La frialdad que solía vestir Sertherion se había hecho añicos y la tensión en su mandíbula era más que evidente, le relampaguearon un instante los ojos y sus manos se cerraron en los brazos de la sacerdotisa, que abrió mucho los ojos y le miró escandalizada, la apartó de la puerta, con un movimiento firme al que no pudo hacer frente.

- Un Lamarth’dan no deja nada en manos de la suerte.

Intentó detenerle, pero Sertherion ya había abierto la puerta y había accedido a la habitación como un vendaval descontrolado, haciendo resonar sus pasos con fuerza como si se dirigiera a la batalla. No se detuvo cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la habitación y vio a Idril acostada en la cama, con las sábanas empapadas y manchadas de sangre. Las sacerdotisas le abrieron paso, deteniendo sus oraciones sin atreverse a echarle de la estancia, no habrían sido capaces de pararle. El noble recorrió la distancia que le separaba de Idril de un par de zancadas y se sentó tras ella, sosteniéndola contra su pecho y cerrando las manos en las de su esposa, que se estremeció un instante y dejo caer la cabeza, reposando un solo momentos antes de que la siguiente contracción la hiciera morderse los labios y tragarse un grito. Sertherion fijó la vista en las sacerdotisas, que limpiaban el sudor del cuerpo de Idril e intentaban bajar la fiebre con paños mojados y ungüentos que olían a azafrán y vinagre. Aquella que le abriese la puerta volvió a los pies de la cama y se arrodilló para seguir rezando. La matrona sostenía a Idril por las rodillas y le hablaba a media voz, indicándole cuando debía empujar, como debía respirar y las palabras que debía repetir para que las bendiciones de Belore le aliviasen los dolores, ignorando la mirada del padre que mantenía los dientes apretados y las manos cerradas sobre las de su mujer.

- Sagrado Belore… dale fuerzas a esta nueva vida, permite que crezca bajo tu abrazo benevolente. Otórgale tu bendición y el regalo de tu aliento. Dale fuerza.

Idril volvió a contraerse y a arquear la espalda, clavando las uñas en las manos de su marido, que la sostuvo con firmeza. Sollozó de nuevo, agotada y dolorida, esforzándose por expulsar aquello que luchaba por ver la luz y que parecía desgarrarle las entrañas. Sertherion inclinó la cabeza y acercó los labios a los cabellos de Idril. Olía a sangre y sudor, él venía de la batalla, ella estaba luchando en otra, con todas sus fuerzas:

- Nacemos luchando, Idril, esposa mía. Nuestra sangre viene al mundo con sufrimiento, abriéndose paso a través de las tinieblas para buscar el Sol. Esta es tu batalla, también la de nuestro hijo, también fue la mia. Tienes que ser fuerte.

Tragó saliva cuando vio la mancha verdosa que se extendía sobre las sábanas, cerrando los ojos y estrechando a Idril contra si, la angustia era un sudario viscoso, pero se negó a abandonarse al pálpito infastuoso y la sostuvo con fuerza cuando volvió a contraerse.

- ¡Empuja! ¡Idril! No vais a caer.

- Serth… aaahh… no p… - El sudor la empapaba por completo, le aferraba las manos con tal fuerza que comenzaba a hacerle daño.- Me está… me va a…

Esta vez gritó, y se tensó por completo en su esfuerzo por empujar hacia afuera al bebé, espoleada por la voz de su marido, que seguía sosteniéndola y estaba a su lado en esa batalla que solo podía ganar ella. Idril sabía cual era su papel, toda la responsabilidad y la grandeza que eso le otorgaba… y no podía perder, no podía abandonarse al dolor ni a la fiebre.

- ¡Empuja!

Los brazos de Sertherion la envolvieron, por un instante tuvo la impresión de romperse, y el mundo se diluyó en una miríada de estrellas de colores, escuchó el sonido viscoso y dejó de sentir, entregándose a la inconsciencia en brazos de su consorte, que aun vestía parte de la armadura blanca y dorada. Sertherion contuvo la respiración, hasta que el silencio se rompió con el violento llanto del recién nacido, que se agitó sostenido por la matrona. Idril seguía respirando, y las sacerdotisas se hicieron cargo de ella cuando Sertherion se puso en pie y cogió a su hijo ignorando la mirada casi ofendida de la matrona. El bebé, cubierto aun de sangre y unido a su madre por el cordón umbilical gritó como si desease demostrarle al mundo que seguía vivo, cerrando los puños con fuerza. Una sonrisa se dibujó en los labios de Sertherion, vestida con una ternura de la que muy pocos habían sido testigos, limpió el rostro de su hijo con los dedos, y su voz sonó quebradiza por la emoción cuando al fin anunció:

- Es un niño.


Aridiel observaba al pequeño polluelo mientras le alimentaba. En la jaula de los halcones apenas se escuchaban los roces de las plumas, las aves permanecían tranquilas en su presencia, ya la conocían, y ella las conocía a todas, incluso había participado en batallas con alguna de ellas. Su halcón había muerto antes del nacimiento de Sertherion, y nunca tomó otro como propio tras aquel desagradable acontecimiento, tampoco dejó que su hijo participase en ninguna batalla portando a su animal, recordaba con amargura como encontrase a su compañero tras la batalla y la sensación que tanto tiempo tardó en sacudirse de encima tras aquello. Para ella, esos animales eran sagrados, los bendecían con su propia sangre al nacer y era mejor no exponerlos al enemigo, tan siquiera al conocimiento de los ajenos a su familia.

El pequeño polluelo abrió el pico, reclamando las migajas de carne que Aridiel le tendía con sus propios dedos, como una madre dedicada. Tenía el plumaje ligero y de un blanco impoluto y los ojos del pequeño animal eran como dos rubíes engastados. Aridiel se había encargado personalmente de supervisar esa nidada, y ese pequeño polluelo había eclosionado el mismo día en que Idril se pusiera de parto y trajera al mundo a su nieto.

- Sahenion. Ese es el nombre al que estarás unido. – Murmuró, y esbozó una oración en el thalassiano antiguo que aun recordaba su madre. Durante nueve días habría de alimentarle con los restos de aquella placenta, y aun le supervisaría durante el resto de su crecimiento, para asegurarse de que se desarrollaba fuerte y sano, como lo haría su propio nieto.

Así había sido siempre.
 
Creative Commons License
This work is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License