miércoles, 3 de noviembre de 2010

Memorias: 2.- Padres e hijos

La aldea de Bruma Dorada era un asentamiento pequeño y cuidado al oeste del bosque, pasado el río. Los edificios circulares se levantaban en armonía con el paisaje cercano, casas blancas con hiedras que abrazaban los muros y un muelle a poca distancia, donde las barcas ornamentadas se balanceaban como cisnes de madera. La brisa del mar llevaba el aroma de la sal y la libertad, las hojas de los árboles se rozaban los dedos, haciéndole contrapunto al oleaje con su murmullo.

En el jardín de su casa, a las afueras de la aldea, Neldarion Hojazul estaba sumergido en la lectura de unas crónicas antiguas, balanceándose suavemente en su mecedora de haya. Dos perros grandes dormitaban, tumbados a su lado, y el bastón de empuñadura de marfil colgaba del respaldo de mimbre como un ahorcado. El aroma de las fresias y los narcisos flotaba en el ambiente, y el silencio - tesoro poco apreciado por otros pero muy valorado para el anciano caballero - sólo era roto por los chillidos de las gaviotas.

Pronto, un sonido metálico y voces juveniles interrumpieron su lectura.

A sus doscientos ochenta y dos años, ninguna cana estropeaba los cálidos tonos de su larga cabellera castaña. Las arrugas apenas se dibujaban en su semblante anguloso y decidido, y para todos los habitantes de aquella casa blanca, con jardín e invernadero, Neldarion era como un gran padre venerable al que era imposible brindar otra cosa que no fuera amor y respeto.

Antaño había sido un soldado, antes de que el hacha de un amani enfurecido le destrozara la pierna. Había vestido la armadura azul y plateada que ahora llevaba su hijo, acercándose a él con el tintineo de la cota de malla y el roce de las placas como anuncio de su presencia. Traía a sus vástagos, los dos gemelos, que caminaban junto a él con el brío de la adolescencia y el hijo menor, el cual cargaba sobre un brazo. Neldarion dejó el libro sobre la mesita y les sonrió desde lejos.

- ¿Ya te vas? - preguntó simplemente, cuando Beleth se detuvo frente a él. Se puso en pie con dificultad para colocarse a su altura, ayudado por Galior y Evon, los mellizos.

- Ya me voy, padre. Vengo a pediros vuestra bendición.
- Ah, ya veo... tu padre está demasiado viejo para acompañarte a la puerta, ¿es eso? - bromeó, con una sonrisa sesgada y agarrando el bastón, removiéndose para liberarse de sus solícitos nietos - Soltadme, criaturillas. El abuelo está tullido, pero no es ningún inválido. Aunque ese papelajo se empeñe en decir lo contrario.

Beleth le devolvió la sonrisa y meneó la cabeza, con aire de resignación.

- Perdona, abuelo - dijo Galior.
- ¿Llevamos a los perros?
- Abuelo, abuelo, tengo una espada de palo
- Deja a los perros, Evon - replicó Beleth - si los llevamos querrán venir detrás de mi caballo.
- Abuelo, abuelo, tengo una espada de palo
- Que sí, de palo.

Galior cogió a Bheril del brazo de su padre y la comitiva empezó a caminar, con la charla caótica de los jóvenes detrás y el silencio plácido de los mayores delante. Neldarion avanzaba a su paso, sin prisa pero sin detenerse, un pie detrás del otro y apoyado en el cayado, con la mente perdida en sus recuerdos y contemplando de lejos lo que fue, lo que era y lo que ahora estaba siendo su hijo. El soldado Hojazul siempre mantenía un semblante plácido y sereno.

- ¿Dónde combatís?
- En Tor'watha, padre.
- ¿Con quién vas?
- Lamarth'dan me ha ofrecido incorporarme a su unidad.

Neldarion asintió despacio, mirando a su hijo a los ojos.

- Lamarth'dan es una casa mayor... ya sabes lo que van a decir.

Beleth suspiró y asintió con la cabeza. No apretó el paso. La brisa les agitó los cabellos y las voces de los niños parecieron unirse al canto de las hojas. Recorrían los caminos de gravilla del jardín, bajo el amparo de las hojas de los sauces y las hayas, entre los arbustos y los parterres.

- Lo sé... y tú me enseñaste la importancia que debía darle a las voces de las sierpes.

Neldarion asintió, poniéndole una mano en el brazo mientras se apoyaba en el bastón con la otra. Sus zapatillas susurraban sobre los guijarros al caminar.

- También a guardarte de su picadura - añadió el anciano.
- Sahenion Lamarth'dan es mi amigo, y un elfo de honor - replicó Beleth - Luchar con los suyos es un privilegio, y su amistad me es muy grata. No hay doblez en mis intenciones, mas que servir como debo y ayudar a los mejores a seguir siéndolo, con honor y lealtad.
- No soy yo quien duda de ello - Neldarion frunció el ceño - Conozco a mi hijo. Conozco a mi familia.
- Si tú no dudas de ello, el resto de las voces no tienen nada que decir.

El anciano se rió entre dientes, palmeándole la mano a su primogénito. Luego miró la vaina de la espada, una envoltura de cuero azul con grabados en plata.

- Tir'zaram al servicio de Quel'thalas... - suspiró - Tu mano es mi mano, hijo mío.
- La tuya es más fuerte.

Neldarion volvió a reír.

- Sí que lo es... no eres tan bueno como yo, pero no estás mal. - Habían llegado a la verja del jardín, y Evon se había adelantado para abrirla. Alzó la voz - ¡Chico, trae el corcel de tu padre!

Beleth le miró de reojo, con un destello de picardía en los ojos azul cobalto.

- Muy amable, padre, muy amable.

Cuando el gemelo regresó, tirando de las bridas de un destrero con gualdrapa azul y plata, Beleth se volvió a despedirse de sus hijos. Besó a cada uno en la mejilla y les abrazó, dándoles las instrucciones habituales cuando un padre se va a la guerra. Cuidar de mamá, obedecer al abuelo, no pelearse, no faltar a sus deberes. Sostuvo al más pequeño en los brazos y le aplastó los mofletes con los labios. Luego, suspiró y abrazó a su padre un instante más largo.

Neldarion había vivido la guerra. Sabía que muchos marchaban para no volver, y que los que caían en combate eran héroes. No era un romántico del tema, conocía los pormenores de la batalla. Pero aun así, cada vez que se despedía de Beleth, un nudo de angustia le apretaba la garganta.

- Lucha bien, hijo - murmuró, palmeándole la espalda. Después, el soldado se inclinó y Neldarion le besó en la frente. - Que Belore te guarde. Si vuelves a nosotros, que sea con valor y victoria. Y si no lo haces, que sea con honor.

El soldado asintió con firmeza y montó en su caballo, saludándoles antes de emprender el galope por el camino de tierra que salía de la hacienda. Todos aguardaron a que se detuviera a mitad del trayecto y volviera a agitar la mano, y respondieron a su gesto. Cuando desapareció entre los árboles, Neldarion suspiró y se volvió hacia los muchachos.

-  Galior, cierra la verja. Regresemos. Hoy os contaré la historia del roble.

Los chicos asintieron y se pusieron en camino a su lado. El pequeño, en brazos de uno de los gemelos, arrugó la nariz.

- Abuelo, tengo una espada de palo.

El anciano sonrió a medias.

- Pues habrá que practicar.

La familia desapareció en una marcha lenta a través del jardín. El bastón de Neldarion se hundía entre las piedrecitas grises y los pasos de tres generaciones se hundían en la tierra del sendero, bajo el amparo de los árboles susurrantes y la brisa marina.


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Autor: Skadi








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