jueves, 4 de noviembre de 2010

Memorias: I - La primera batalla.

La casa había sido engalanada para recibir a la nueva vida. Era un hervidero de actividad, los jardineros se afanaban por que los parterres lucieran frescos e igualados, cortando las flores que habían ido secándose y las hierbas intrusas que crecían entre las rosas blancas y las magnolias. Dentro, en los largos corredores y las salas de alta techumbre corrían de aquí para allá los criados, limpiando las vidrieras y los altos ventanales, despertando el brillo de los mármoles y las maderas nobles de los muebles. Cada rincón de la casa de los Lamarth’dan era revisado y despojado de suciedad, por nimia que esta fuera y en todas las salas se quemaba el incienso y las resinas que las sacerdotisas habían traído del templo de Belore.

Era el día, y era un día para el jolgorio, al menos para la mayoría de la familia y el servicio que permanecía en la casa, alejados de las estancias del patriarca donde Idril se había encerrado junto a las tres sacerdotisas que habían llegado durante la noche. No era así para Sertherion, que aun iba enfundado en las grebas sucias de barro mientras volvía a hacer el mismo recorrido por el corredor al que desembocaban las enormes puertas de su habitación matrimonial. La noticia había llegado a la posición de su avanzada en las inmediaciones de Zul’aman, prendida en las patas de uno de sus propios halcones, las sacerdotisas llevaban días en su casa e Idril se había puesto de parto. Casi tuvieron que empujarle sobre el dracohalcón para que pusiera rumbo de vuelta a Lunargenta, hasta que el nuevo Lamarth’dan naciera y pudiera volver, Vel’noerth había asegurado las posiciones y se habría tomado como una falta de confianza que Sertherion pasara por alto tal evento por seguir supervisando a la división. Al fin y al cabo, y como solía ocurrir con los trols, los esfuerzos de la diplomacia habían fracasado y las armas habían vuelto a hablar en su lugar.

Ya habían pasado cinco horas desde que llegase, con el pulso acelerado y el estómago encogido. No había mudado su expresión de severa serenidad en ningún momento, pero el sonido de los pasos metálicos sobre el mármol delataba  la inquietud que se revolvía en su interior con más ímpetu a cada minuto que pasaba. Se detuvo en seco ante las puertas de su estancia cuando el sollozo dolorido se escuchó, amortiguado por las gruesas hojas de madera lacada. Nunca había escuchado llorar a Idril y ese sonido le hizo tensarse con una angustia repentina, apretó los dientes y estrelló el puño contra la puerta, llamando con una premura inusitada. Apenas pasaron unos segundos hasta que se produjo el chasquido de los cerrojos al otro lado. Una elfa embozada salió y cerró la puerta tras de si, quedando a escasos milímetros del enorme Lamarth’dan, cuya inquietud se traslucía a la mirada como una especie de ira rojiza.

- Dejadme entrar. – La sacerdotisa pareció encogerse sobre si misma, apretándose contra la puerta. Ni siquiera había abierto lo suficiente para que el noble pudiera atisbar lo que ocurría en el interior de la estancia. – Quiero ver a mi esposa.

- Mi señor, no es posible.- Tragó saliva, mirando la pechera del elfo que se alzaba ante ella, olía a sangre y sudor y tenía la cabellera blanca tiznada de rojo. Le daba miedo, pero se obligó a terminar la frase.- Los hombres no deben asistir a los partos. Trae mala suerte.

Por un momento pensó que iba a golpearla. La frialdad que solía vestir Sertherion se había hecho añicos y la tensión en su mandíbula era más que evidente, le relampaguearon un instante los ojos y sus manos se cerraron en los brazos de la sacerdotisa, que abrió mucho los ojos y le miró escandalizada, la apartó de la puerta, con un movimiento firme al que no pudo hacer frente.

- Un Lamarth’dan no deja nada en manos de la suerte.

Intentó detenerle, pero Sertherion ya había abierto la puerta y había accedido a la habitación como un vendaval descontrolado, haciendo resonar sus pasos con fuerza como si se dirigiera a la batalla. No se detuvo cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra de la habitación y vio a Idril acostada en la cama, con las sábanas empapadas y manchadas de sangre. Las sacerdotisas le abrieron paso, deteniendo sus oraciones sin atreverse a echarle de la estancia, no habrían sido capaces de pararle. El noble recorrió la distancia que le separaba de Idril de un par de zancadas y se sentó tras ella, sosteniéndola contra su pecho y cerrando las manos en las de su esposa, que se estremeció un instante y dejo caer la cabeza, reposando un solo momentos antes de que la siguiente contracción la hiciera morderse los labios y tragarse un grito. Sertherion fijó la vista en las sacerdotisas, que limpiaban el sudor del cuerpo de Idril e intentaban bajar la fiebre con paños mojados y ungüentos que olían a azafrán y vinagre. Aquella que le abriese la puerta volvió a los pies de la cama y se arrodilló para seguir rezando. La matrona sostenía a Idril por las rodillas y le hablaba a media voz, indicándole cuando debía empujar, como debía respirar y las palabras que debía repetir para que las bendiciones de Belore le aliviasen los dolores, ignorando la mirada del padre que mantenía los dientes apretados y las manos cerradas sobre las de su mujer.

- Sagrado Belore… dale fuerzas a esta nueva vida, permite que crezca bajo tu abrazo benevolente. Otórgale tu bendición y el regalo de tu aliento. Dale fuerza.

Idril volvió a contraerse y a arquear la espalda, clavando las uñas en las manos de su marido, que la sostuvo con firmeza. Sollozó de nuevo, agotada y dolorida, esforzándose por expulsar aquello que luchaba por ver la luz y que parecía desgarrarle las entrañas. Sertherion inclinó la cabeza y acercó los labios a los cabellos de Idril. Olía a sangre y sudor, él venía de la batalla, ella estaba luchando en otra, con todas sus fuerzas:

- Nacemos luchando, Idril, esposa mía. Nuestra sangre viene al mundo con sufrimiento, abriéndose paso a través de las tinieblas para buscar el Sol. Esta es tu batalla, también la de nuestro hijo, también fue la mia. Tienes que ser fuerte.

Tragó saliva cuando vio la mancha verdosa que se extendía sobre las sábanas, cerrando los ojos y estrechando a Idril contra si, la angustia era un sudario viscoso, pero se negó a abandonarse al pálpito infastuoso y la sostuvo con fuerza cuando volvió a contraerse.

- ¡Empuja! ¡Idril! No vais a caer.

- Serth… aaahh… no p… - El sudor la empapaba por completo, le aferraba las manos con tal fuerza que comenzaba a hacerle daño.- Me está… me va a…

Esta vez gritó, y se tensó por completo en su esfuerzo por empujar hacia afuera al bebé, espoleada por la voz de su marido, que seguía sosteniéndola y estaba a su lado en esa batalla que solo podía ganar ella. Idril sabía cual era su papel, toda la responsabilidad y la grandeza que eso le otorgaba… y no podía perder, no podía abandonarse al dolor ni a la fiebre.

- ¡Empuja!

Los brazos de Sertherion la envolvieron, por un instante tuvo la impresión de romperse, y el mundo se diluyó en una miríada de estrellas de colores, escuchó el sonido viscoso y dejó de sentir, entregándose a la inconsciencia en brazos de su consorte, que aun vestía parte de la armadura blanca y dorada. Sertherion contuvo la respiración, hasta que el silencio se rompió con el violento llanto del recién nacido, que se agitó sostenido por la matrona. Idril seguía respirando, y las sacerdotisas se hicieron cargo de ella cuando Sertherion se puso en pie y cogió a su hijo ignorando la mirada casi ofendida de la matrona. El bebé, cubierto aun de sangre y unido a su madre por el cordón umbilical gritó como si desease demostrarle al mundo que seguía vivo, cerrando los puños con fuerza. Una sonrisa se dibujó en los labios de Sertherion, vestida con una ternura de la que muy pocos habían sido testigos, limpió el rostro de su hijo con los dedos, y su voz sonó quebradiza por la emoción cuando al fin anunció:

- Es un niño.


Aridiel observaba al pequeño polluelo mientras le alimentaba. En la jaula de los halcones apenas se escuchaban los roces de las plumas, las aves permanecían tranquilas en su presencia, ya la conocían, y ella las conocía a todas, incluso había participado en batallas con alguna de ellas. Su halcón había muerto antes del nacimiento de Sertherion, y nunca tomó otro como propio tras aquel desagradable acontecimiento, tampoco dejó que su hijo participase en ninguna batalla portando a su animal, recordaba con amargura como encontrase a su compañero tras la batalla y la sensación que tanto tiempo tardó en sacudirse de encima tras aquello. Para ella, esos animales eran sagrados, los bendecían con su propia sangre al nacer y era mejor no exponerlos al enemigo, tan siquiera al conocimiento de los ajenos a su familia.

El pequeño polluelo abrió el pico, reclamando las migajas de carne que Aridiel le tendía con sus propios dedos, como una madre dedicada. Tenía el plumaje ligero y de un blanco impoluto y los ojos del pequeño animal eran como dos rubíes engastados. Aridiel se había encargado personalmente de supervisar esa nidada, y ese pequeño polluelo había eclosionado el mismo día en que Idril se pusiera de parto y trajera al mundo a su nieto.

- Sahenion. Ese es el nombre al que estarás unido. – Murmuró, y esbozó una oración en el thalassiano antiguo que aun recordaba su madre. Durante nueve días habría de alimentarle con los restos de aquella placenta, y aun le supervisaría durante el resto de su crecimiento, para asegurarse de que se desarrollaba fuerte y sano, como lo haría su propio nieto.

Así había sido siempre.

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