viernes, 19 de noviembre de 2010

Memorias: 3.- Una historia de Hojazul

La casa de la verja siempre era ruidosa. Cuando no se escuchaban los ladridos y los juegos de los perros, eran las risas de los jóvenes las que resonaban por los pasillos, el ajetreo del servicio o las canciones de las mujeres. Sólo al caer la noche, cuando los astros titilaban en el cielo limpio de Quel'thalas y el murmullo del mar se hacía más intenso, el silencio entraba por la puerta y las ventanas, de puntillas, y prendía sus colgaduras entre los muros.

Lentamente, como por un acuerdo tácito y con la fuerza de la costumbre, terminada la cena y los quehaceres, todos los habitantes de aquella casa blanca con jardín, se dirigían hacia el salón. Los fanales iluminaban la estancia: las alfombras, algunas de ellas raídas y viejas, otras nuevas y relucientes, los contornos del mobiliario y las hojas de las plantas que crecían en los rincones. Sobre los cojines, uno a uno, los miembros de la familia Hojazul iban sentándose en círculo.

Aquella noche, como todas, Galior y Evon aguardaban pacientemente, con su hermano menor dormitando en un cojín como un cachorro más. Los perros entraban por las puertas y se tumbaban en el suelo, tranquilos y vigilantes. Los animales guardaban también silencio, se disponían aquí y allá, como en un círculo amplio y protector que rodeaba a sus señores y compañeros, y hundían el hocico entre las patas, dejándose rascar y acariciar.

Los gemelos sonrieron al ver llegar a la abuela. Era una elfa alta y de cabellera negra, con el rostro salpicado de pecas y el gesto siempre juvenil. Sus ojos eran estrellas chispeantes, rebosantes de vitalidad, y la toga sencilla que le cubría era más funcional que elegante. La acompañaba, como siempre, Tiniebla, aquella bestia negra, un perro lobo mucho más grande que los demás.

Hadelle se dejó caer junto a sus nietos, con un gesto grácil y desabrido, y el animal apoyó su enorme cabeza en su regazo. Intercambiaron sonrisas calladas y gestos afectuosos. Ella despeinó a los gemelos con sus dedos. Ellos sonrieron y le dieron un beso en la mejilla cada uno. Ninguna palabra cruzaron, pero tampoco era necesario siempre hablar para expresarse.

Cuando Neldarion entró, por último, con su bastón y su semblante plácido, Galior se incorporó corriendo para acercarle la mecedora y ayudarle a sentarse. Tomó el cayado y se lo dejó en el respaldo, y una vez más, gestos silentes. El anciano elfo palmeó la mano de su nieto, el chico le besó la mejilla, Evon sonrió, Hadelle miró a su esposo con ojos cálidos de amante.

Los fanales brillaban, las estrellas empujaban los cristales de las ventanas para colar su resplandor, y en aquel momento íntimo y familiar, ninguna voz rompía sus manifestaciones sinceras. Sólo el susurro de las alfombras y los cojines cuando alguno de los cinco se movía, sólo el crujido de la mecedora de Neldarion cuando se balanceaba. Los chicos podían ver su rostro entre luces y sombras, las facciones cinceladas, la nariz esculpida.  Cuando empezó a hablar, su voz grave y calmada parecía el arrullo de las hojas en el bosque, el sonido del mar tranquilo besando la arena.

- Hoy mi hijo Beleth, vuestro padre, ha marchado a la guerra. - comenzó - Le llama el deber, y le llama la sangre. Sabéis que los Hojazul siempre hemos sido una casta de combatientes. Por eso, hoy escucharemos la historia de Liunadel Hojazul, uno de nuestros antepasados. Una historia de Hojazul.

Hadelle sonrió y los muchachos se removieron en los cojines. Miraban, atentos, al elfo que se balanceaba en la mecedora, con los dedos sobre el pelaje de los perros. El pequeño se frotó los ojos y se acomodó con sus hermanos, con expresión fascinada. Cada noche, bebían las historias que su padre o sus abuelos les contaban, pero las historias de Hojazul eran sus favoritas. Neldarion comenzó su relato.

- Hace muchos, muchos años, nuestro ancestro Liunadel Hojazul vivía la vida de la espada. Servía a su señor con honor y lealtad, y observaba con perfección el camino del guerrero. Sucedió que regresaba de la batalla en una noche oscura, agotado y deseoso de encontrarse de nuevo con su esposa y sus hijos.

Los muchachos idénticos tenían la mirada fija en él, la elfa de negros cabellos escuchaba con la suave sonrisa de quien ya conoce el cuento pero lo disfruta con complacencia.

- Al llegar finalmente a su hogar, siendo la noche muy cerrada, decidió no molestar a la familia y entró por la puerta de atrás, en silencio y sin hacer ruido. Deseaba ver a sus pequeños dormir y abrazar a su dama, no quería importunar su sueño de ninguna manera. En la oscuridad, acarició los cabellos de sus hijos, y se dirigió a su alcoba, habiéndose sacado las botas, aún con la espada al cinto.

Neldarion hizo una pausa, contemplando los cuatro pares de ojos.

- Pero al apartar la cortina, ay de él cuando vio que en su lecho yacían dos figuras. En la sombra, los dos cuerpos se recortaban bajo las sábanas con cierta claridad, pero incrédulo, con la ira mordiéndole las entrañas, se acercó a comprobar si no era aquello una mala pasada que su vista cansada le estaba jugando. Inequívocamente, sobre la almohada, además de la rubia cabellera de su esposa, una melena negra y espesa se extendía.

Los muchachos fruncieron el ceño e intercambiaron una mirada. El pequeño, sin embargo, se abrazaba las rodillas con los ojos muy abiertos, atento y bebiéndose las palabras. Neldarion se balanceó en su mecedora y prosiguió.

- Destrozado por la rabia, levantó la espada, mientras terribles pensamientos se agolpaban en su mente. ¿Su dama le estaba traicionando? ¿La soledad de la guerra le había llevado a buscar amante? ¿Cuántas noches había deshonrado su unión de amor sincero en los brazos de otra persona? Estaba dispuesto en aquel momento a terminar con todo, pero, cuando sus manos iban a llevar el acero a su destino, a hundirlo en la carne de su amada y del amante, se detuvo. Salió de la alcoba y volvió al exterior por la puerta de atrás, y rodeando la casa, hizo sonar el cuerno en la puerta delantera para anunciar su llegada.

Hadelle ensanchó la sonrisa, con una mirada divertida.

- Las luces se encendieron, y los pasos apresurados resonaron en los pasillos, mientras Liunadel, presa de terrible zozobra, aguardaba el recibimiento. Fue su esposa quien abrió la puerta, arrojándose a sus brazos. "Liunadel, Liunadel", dijo ella, arrebatada. "Al fin estás en casa. No sabes cuánto miedo hemos pasado". Liunadel, sorprendido, alzó el rostro de su dama entre las manos y la miró con el ceño fruncido, esperando una explicación. La muchacha sonreía, con gesto de alivio. "Los trol han estado acercándose demasiado a las lindes de esta tierra. Tu hermana Selania vino a advertirnos, y desde su llegada, hemos estado durmiendo juntas para combatir el miedo".

>> Sintiendo como el corazón se le caía a los pies, Liunadel miró sobre el hombro de su esposa, y vio a su propia hermana, Selania, de negra cabellera, que corría hacia él en camisón para abrazarle también y darle la bienvenida. Profundamente aliviado, las abrazó a las dos, y bendijo el momento en el que detuvo su mano antes de cometer el más terrible error de su vida. Pues había estado a punto de dar muerte a dos de sus seres más queridos.

>>Tras ésto, Liunadel siempre fue cauto a la hora de empuñar su arma con ira y rabia, y legó a sus descendientes esta historia y su enseñanza: Porque aquellos que llevan un arma y quieren mantenerla limpia, deben limpiarla primero de toda emoción y precipitación. Cuando brame la ira, contened vuestras manos y vuestras armas. Y cuando alcéis las armas y las manos, contened vuestra ira. Ésta es una historia de Hojazul, y como tal debe ser recordada.

Los chicos sonrieron. Hadelle rascó las orejas de Tiniebla, y el hijo menor se levantó para ir a trepar a las rodillas de su abuelo, que lo tomó entre los brazos para subirle en sus piernas.

- No lo olvidéis, jóvenes - dijo la abuela, besando la frente de Evon. - Y ahora, ¿qué tal una canción?
- Sí, abuela, canta la de "Elune sobre el lago".

El salón en penumbra estaba teñido de violeta, el suave resplandor de los fanales dibujaba las facciones de los elfos reunidos. Y la voz melodiosa de Hadelle se elevó con un tintineo cristalino sobre los techos, se escurrió por los pasillos, veloz como un soplo de viento. El hijo pequeño, de nombre Bheril, estaba sentado en las rodillas de su abuelo. Era demasiado niño para comprender del todo la historia de Liunadel, pero sus ojos curiosos y sorprendidos estaban fijos en la pared, fascinados. El escudo de armas colgaba sobre la chimenea apagada: La hoja de azur sobre el fondo plata.

Neldarion le apartó el cabello de la frente y sonrió a medias. Con una familia como esa, no podía menos que sentirse profundamente conmovido y afortunado, pero sobre todo, orgulloso. De cada uno de ellos, de cada una de ellas, desde el primero hasta el último.


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Autor: Skadi







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